Y fue en alguna esquina del mapa de la ciudad donde Anna tomó su primera bocanada de aire; en medio de todas aquellas fábricas humeantes que parecían salidas de averno, tan cerca y al mismo tiempo tan lejos del siglo XVIII. Esqueletos vivían a duras penas, abandonados a su suerte por Lucifer, arrastraban sus desnudos huesos, recubiertos por pellejo sucio, por calles llenas estiércol, más bestias que humanos gruñían a sus semejantes por una cola de rata en descomposición.
Un perro duraría allí lo que una exhalación, pues antes de echar a correr por entre los cadáveres vivientes que permanecían echados boca abajo en la carretera, le hincarían, sin dudarlo, los pocos y podridos dientes que les quedaban, a tan suculento manjar.
La actividad del lugar se intensificaban al amparo de las sombras, cuando los pequeños desnutridos salían de detrás de la basura, de los huecos hechos en la tierra y vagaban por la ciudad, lanzando gruñidos para hablar, devorando las sobras malolientes que los viandantes echaban a los gatos callejeros.
Y entre aquellos informes y harapientos guiñapos era difícil imaginar algo bello, una criatura dulce, cándida e inocente, que luchaba por sobrevivir mamando de un cadáver inmóvil
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